Su problema era él mismo.
Y lo escribo en pasado por mero respeto. Por pura esperanza.
No era odio hacia sí mismo lo que sentía, sino más bien un instinto violento permanente, el impulso guerrillero del que está atrapado en medio de la batalla. Odiándola y amándola a partes iguales. Sumergido en la incomprensión más excitante, pero también en la más oscura y dramática. Enamorado del dolor. Entusiasmado.
Mirarse al espejo era un desafortunado encuentro y masturbarse, casi una violación. A menudo se miraba a sí mismo como Clint Eastwood cuando encarnaba a Harry el sucio.
Él también se dedicaba a escribir lo malo, pero no para recordar el dolor. Era más bien una especie de fetiche masoquista basado en su propio malestar, en su ofuscada resistencia a permanecer a pie de guerra.
Decía no necesitar amor, no merecerlo, no desearlo, no encontrarlo.
"¿Quién necesita amor pudiendo echar un buen polvo de vez en cuando?"
Yo sigo pensando que aquella negación, aquél auto-rechazo, no era más que otro de sus juegos de azotes al alma. El sabor de la sangre que se torna oscura en las arterias. El corazón vacío de sueños y lleno de rencores. El eterno no merecedor. El inconformista de vocación. El incomprendido que jamás se dejó conocer.
Su carne convertida en carne de cañón.
La línea de fuego en sus sienes.
Y aun así, la huella de sus pies en mi cabeza. Su tacto en mis venas. La estúpida necesidad de abrazarlo en la yema de mis dedos. El placer de la batalla. La auto-mutilación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario